miércoles, 6 de noviembre de 2013

Pienso: “ha vuelto la lluvia en estos días dulces de otoño”. Mi madre me cuenta que, antes, en esta época, el rocío se congelaba sobre la hierba y ella, camino al colegio, pisaba los charcos de la mañana. Bien temprano salía de casa y a su paso los charcos se rompían, se resquebrajaban: la fina capa de agua congelada quebraba a los pies de una niña.
Yo no sé por qué pero esto me resulta bello, extremadamente hermoso: imaginar a mi madre niña, calzada con zapatos sencillos, dejando caer su huella suavemente, rozando el hielo justo antes de la explosión.
Me reconcilia con ella: su cara de susto y felicidad cuando sonaba crac, el mirar atrás para reconocer su obra, para decir: yo soy la artífice, yo destruí ese espejo, yo creé islas de hielo para las hormigas, mis pies originaron una grieta que nadie sabe, que nadie siente porque sólo yo la tuve durante un segundo bajo mis pies, antes de que estos se hundieran en el charco.
No sé si era tan sensible, si se sentía caer levemente sobre un lago diminuto, si se sumergía en él y nadaba, si se le congelaba la respiración, si tenía que pararse en seco para sacar la cabeza fuera del agua y entonces apretaba fuerte el brazo de mi abuela, si después era una sirena o un narval o una familia de esquimales risueños cazando para la cena.
Miro cómo se emociona mientras me habla de los charcos. Hay una nostalgia tras sus ojos: una fina capa de hielo que ya no rompe. Creo que en el mar más profundo de su ser hay fiordos y glaciares, en ellos pasea dormida, es dueña y señora de las tierras frías. Creo que en sueños evoca a su madre, mi yaya de piel blanca, reina hermosa de las nieves, y juntas pasean de la mano cuando todo es rocío congelado, cuando mi primer pensamiento es “ha vuelto la lluvia en estos días dulces de otoño”.

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